Desprendimiento (Cuento)
- María Beatriz Tellería
- 15 jun 2020
- 2 Min. de lectura
Venía tarareando al compás del crujir de las hojas otoñales al saltar sobre ellas. Jugaba a la mancha con los árboles, ocultándose tras la majestuosa escultura de los más añejos. Le gustaba coleccionar trozos de cortezas cuando estás se desprendían.
Podía quedarse largos ratos contemplándolas, tocándolas, examinando sus relieves duros, ásperos, rugosos o acariciando sus caras interna a veces porosas, con filamentos, otras más lisas y delgadas como las del eucaliptus.
Solía recorrer la filigrana troncal con su índice una y otra vez, como quien camina sus laberintos en busca del centro de su mismidad o como quien espera encontrar la salida hacia el sueño primordial.
En su cuarto, tenía una repisa donde les destinaba un espacio de privilegio. Ubicaba los trozos de corteza cuidadosa y amorosamente de manera que se rozaran entre sí, amparándose unas a otras, en una delicada combinación de tamaños, colores, especie o textura.
Cuando le preguntaban el por qué de tanto interés por este elemento natural, él no llegaba a poner en palabras todo lo que experimentaba, intuía e imaginaba frente a esa porción de corteza desprendida del tronco madre. Explicaba que se trataba de la piel del árbol y que al verlo, se le representaba una herida abierta. “Como cuando te lastimás, por ahí no decís nada, pero te sangra, te duele”.
En realidad, Pablo entraba en comunión con ellos, vivenciando un desapego que le secaba la boca y le angostaba el pecho.
En una oportunidad tratándose de un árbol pequeño salpicado de manchones vacíos por la caída de los trozos de su piel, los que se asomaban a sus pies, tuvo la fantástica idea de buscar pegamento e ir reubicando cada pieza en su lugar, cual cirujano restaurador, con la ilusión que sobrevive sólo en el espíritu de un niño.
Ahora mientras saboreaba el helado de chocolate entre sus manos pringosas, e ingresaba a su casa, el eco de unos gritos que venían del interior, donde estaban sus padres, detuvieron su paso petrificándolo ante la puerta entre abierta.
Hubiese querido no escuchar, no entender, no saber de qué se trataba. Hubiese querido especialmente, volver a habitar ese centro primordial cálido, seguro, húmedo donde la ternura y la presencia de su madre le pertenecían. Ese espacio único, protovincular, de sagrada alianza carnal, de encantamiento milagroso donde él fue feliz.
La puerta de calle se abrió raudamente de par en par. De frente, estaba ella parecía una hoja de blanco papel temblando a merced de la intemperie, se acercó, lo besó en la cabeza, lo abrazó fuerte, muy fuerte.
__Te vas mamá? -preguntó Pablo con el último suspiro - de memoria conocía la respuesta.
__ Sí pero pronto estaré aquí, de nuevo. Te quiero mucho. Cuidate.
El helado derretido se mezcló con las lágrimas que asomaron de sus ojos de niño desgarrado. El pecho doliente, el vacío en el alma y el azul de su mirada empañada que desvanecía la figura de su madre, alejándose otra vez, en el horizonte sombrío de esa tarde tan oscura.

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